Por una extraña razón, como si hubiera venido fallada de
fábrica, o con la estrella de la suerte apuntando al sur cuando yo camino por
el norte, mi vida fue una cadena de desafortunados encuentros en cuanto al amor
se refiere.
Seguramente tengo un imán alojado en las costillas que atrae
a cuanto inmaduro emocional camina, un GPS anexado a mi muñeca que oficia de
moderno radar para detectar hombres conflictivos y alérgicos al compromiso.
Desde que tengo uso de razón, cada relación que parecía
crecer derechita, como un roble que promete ser frondoso y regalar buena
sombra, se fue torciendo como el sauce y terminé quedándome echada sobre el
pasto contemplando otra relación que se secaba.
Hay muchas categorías de hombres: el pirata, el eterno
adolescente, el inmaduro, el “mamero”, el histérico, el narcisista… pero hay
sólo una que me mira con ojitos de conquista: la raza de los que huyen ante la
mínima posibilidad de establecer una relación.
Esa espécimen es un gran embaucador, un diseñador de lujo de
ilusiones próximas a vencer. El típico que proyecta un plan para el próximo
verano pero que desaparece antes del otoño, el que quiere que conozca a sus
amigos pero donde escucha la palabra “grupo” inventa que sus conocidos viajaron
en expedición al Tibet y que no sabe cuando vuelven. Es el mismo que va a
decirme que soy tan maravillosa, tan increíble, tan perfecta, que merezco lo
mejor, y por supuesto, él no va a entrar en esa categoría, si a gatas araña la
categoría de hombre.
Ese tipo, es el que se sube a la bicicleta de carrera y que
llama 40 veces el primer día, 20 el segundo, 10 el tercero, y a la semana,
cuando se da cuenta que él no quería verse involucrado con alguien ni sentir
esa dependencia que se le fue instalando en las vísceras, decide que hasta ahí
llegó, hasta el umbral, hasta el borde del camino.
De este lado, se ve el abismo. Ese precipicio donde caen
todas las relaciones que pudieron ser y no fueron, las palabras que se dijeron
y los hechos que nunca sucedieron, los proyectos de un par de horas, las
almohadas con perfume de algunas noches y esas ganas locas de encontrar el
antídoto para esa alergia al compromiso que tienen algunos tipos y que los
convierte en galletas a medio hornear, dibujos delineados sin colorear, cartas
a medio escribir.
Proyectos débiles y temerosos, ocultos detrás de esos ojitos
que mueren de amor sólo un segundo.
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